Caen las primeras gotas sobre el suelo Y yo quisiera ser ella No por un momento Siempre ella Sobre todos los acentos
Nadie te agradece que nunca duermas del todo Nuevo paraguas, a la basura el roto Resbalas y alimentas el lodo No, dicen las voces, de ningún modo Quien quiera ser tú ha de estar loco
Solo se acuerdan de ti cuando te olvidan Te invocan, sales de la guarida Les mojas, les sanas Respiran Te quieren, te aman Te olvidan Olvidan Olvidas
Ser lluvia cuando me olvidas Ser lluvia cuando no respiras Ser lluvia por si alguna noche gritas Ser lluvia y no por un momento Ser lluvia sobre todos tus acentos Ser lluvia, todo lluvia Y reflotar el sentimiento Que jamás...
-------------------------------- Benito Rodríguez Alonso 2 de diciembre de 2009
Domingo López no tiene cara de niño. Apenas tiene pelo, y el poco que alberga en la cumbre de su cabeza es más blanco que la nieve que adornaba sus queridos Picos de Europa en los inviernos de antes. Sus ojos, profundamente hundidos, no transmiten ni siquiera un esbozo de juventud. Algo parecido sucede con sus manos, capaces de abarcar lo inabarcable, repletas de arrugas y experiencia. Y su caminar: comedido y delicado, asegurando cada paso para que ninguno se dé en falso, algo que aprendió cuando era Guardia Civil.
El cuerpo envejece con el paso de los inviernos y no hay manera de contrarrestarlo de forma natural. El alma… el alma va por otro sitio. Domingo tiene 84 años y se encuentra de pie, apoyado en una de las paredes de una habitación de su casa. Es un espacio diferente. No podría decirse que estuviera apoyado en la pared de un salón o de una salita. Lo más apropiado sería indicar que su espalda reposa sobre una de las paredes de un auténtico museo. Los juguetes lo inundan todo. “Trenes de madera, coches antiguos, ejércitos completos de Madelman, muñecos de trapo, caballos de cartón piedra…”. Cuando Domingo repasa su colección apenas reserva tiempo para respirar. “Algunos juguetes son de principios de siglo, aunque la mayoría son de los años cuarenta y cincuenta”. Mientras enumera las piezas que componen su particular museo da la impresión de que las arrugas de sus manos desaparecieran y en sus ojos volviese a brillar la luz de la niñez.
Domingo nació en Tresviso, un pueblo situado en el extremo occidental de Cantabria a 848 metros de altitud. Allí pasó su infancia, bajo la atenta mirada de los Picos de Europa. “La infancia en un pueblo prácticamente incomunicado es muy dura. Apenas éramos treinta vecinos, y teníamos que repartirnos las tareas necesarias entre todos. No había médico, ni profesor, aunque todos teníamos un poco de médicos y un poco de maestros…”. En una situación como ésta, Domingo se vio obligado a trabajar desde los nueve años, ayudando a su padre y al resto de vecinos en las tareas más importantes para el pueblo.
No había tiempo para la diversión. Sólo cuando las nevadas eran tan fuertes que impedían a los tresvisanos salir de sus casas, podía Domingo dedicar un tiempo para hacer lo que más le gustaba: jugar. Una caja de cerillas, una cuerda o una simple vela eran sus compañeras de juego. “Las únicas cosas con las que podía jugar eran los objetos que encontraba por casa, cosas aparentemente aburridas con las que podía pasarme horas y horas de diversión”. Antes se ha dicho que el cuerpo envejece y no podemos hacer nada por evitarlo. Lo mismo sucede con la infancia. Un pueblo aislado del resto de la gente puede dificultar la infancia de un niño, pero de ninguna manera puede impedir que ésta tenga lugar.
Hace 53 años que Domingo abandonó Tresviso, y decidió cambiar la montaña por el mar. Desde entonces vive en la misma casa, un hogar encuadrado en Cóbreces, un pueblo costero de la provincia de Cantabria. A los pocos meses de instalarse allí con Rosa, su mujer, comenzó a coleccionar juguetes antiguos y decidió fabricar una estantería para colocar estas piezas tan valiosas para él. Esos fueron los comienzos de su museo: una simple balda. Pronto pasaron a ser dos, y con el tiempo cuatro, hasta que llegó un día en el que Rosa se plantó ante su marido. “Le dije que me iba a tener que ir de la casa para que entrasen todos los trastos que compraba”. Domingo se dio cuenta de que el salón y su habitación no eran suficientes para albergar todas las obras de su museo y decidió ampliar la casa. Con la ayuda de un amigo albañil construyó dos habitaciones más y agrandó el salón. Es en una de esas habitaciones donde tiene ahora apoyada su espalda.
“La colección del oeste de Agustín Teixido; aviones, autogiros, autobuses y bólidos Rico; las caravanas del oeste de Mariano Sotorres; coches de época de Guisval…”. Domingo no enseña el museo como lo haría el guía del Louvre. Te das cuenta enseguida, es como si al enseñar los juguetes estuviese enseñando parte de sí mismo. Los movimientos de sus manos y las leves sonrisas que de vez en cuando dibuja en su rostro mientras enseña sus pequeñas joyas ayudan a vislumbrar su alma.
“Sigue siendo un niño y lo será hasta el día que se muera. Y años después de su muerte seguirá siendo un niño porque eso no se va de la noche a la mañana”. Javier Miguel, su vecino, tiene 46 años y cree que ésa es la única manera de describir a Domingo. “Siempre le digo que es más joven que yo, y a la vez más sensato. Es un fenómeno porque sabe combinar la jovialidad de la juventud con la madurez y la experiencia de la vejez. Le envidio”.
Rosa, la mujer de Domingo, no comparte la afición por los juguetes de su marido, pero valora mucha esa cualidad en su esposo. Ella es consciente de la felicidad que le embarga cuando está rodeado de juguetes, y aunque en algún momento ha llegado a sentirse celosa, comprende que para él es algo muy importante. “Aunque no me apasionan los juguetes me encanta ver a mi esposo rodeado de ellos”.
La palabra hobby no es bien recibida por Domingo. Para él, los juguetes son algo más que un simple entretenimiento. “Un juguete ayuda a entender la historia, la cultura y el modo de vivir de cada época. Los juguetes de metal, de plástico, de papel o de cartón. Estos juguetes dicen mucho de las generaciones que los usaron. Unos y otros se han educado mutuamente. Si el gusto por la historia no es un entretenimiento, los juguetes tampoco tienen por quéserlo”.
“Submarinos Ranetta, patinetes de los años 40, escopetas de corcho de los años 30, Soldados Reamsa… estos soldados son el juguete preferido de mi nieto”.
Su único nieto, Pablo, de trece años, ha heredado los ojos hundidos de su abuelo y su pasión por los juguetes. En la casa de Domingo hay una pequeña habitación dedicada a su nieto, donde éste guarda su propia colección de juguetes antiguos. Allí descansan sus soldados preferidos: soldados del ejército de tierra, fabricados en España por la marca Reamsa. Son de plástico y miden siete centímetros. Domingo no ponía ningún reparo en que su nieto jugase con ellos cuando era un niño, porque sabe que además de su valor artístico e histórico los juguetes son, aunque parezca evidente, para jugar. No es por tanto el suyo un amor egoísta. “No soy de esos que guardan los juguetes valiosos celosamente. En cuanto mi nieto comprendió la importancia que tenían se los dejaba coger y jugar con ellos”. Pablo interrumpe a su abuelo. “Cuando tenía cinco años le rompí algún juguete, pero nunca se enfadó. Lo que sí hacía era hablarme una y otra vez sobre lo valiosos que eran, y no sólo por el dinero que costaban”. Domingo escucha muy atento las palabras de su nieto. Con los ojos vidriosos y una tímida sonrisa pierde, de nuevo, unos cuantos años y las arrugas de su piel se relajan.
Pablo no es el único que se ha beneficiado de la bondad de Domingo. En una ocasión, hace diez años, encontró un juguete que llevaba buscando mucho tiempo: una locomotora de vapor fabricada por la marca Wilesco, un objeto realmente valioso creado a comienzos de siglo; una auténtica maravilla de la ingeniería en miniatura. Lo encontró gracias a un amigo madrileño que regentaba una tienda de juguetes antiguos. Tras mucho tiempo siguiendo la pista a la locomotora por fin dieron con un ejemplar en buen estado de conservación y Domingo pudo añadirlo a su particular museo. Allí permaneció, en un lugar preferencial de su habitación, durante tres años.
Pasado ese tiempo conoció a Jaime Gutiérrez, un asturiano al que Domingo dobla la edad y del que sólo acierta a señalar palabras de afecto. Se encontró por primera vez con Jaime en Oviedo, en el interior de una juguetería especializada en juguetes antiguos. Entablaron una amigable conversación y más de una hora después el dueño del establecimiento les advirtió de que iba a cerrar la juguetería. “Nos quedamos ensimismados hablando de aviones de guerra en miniatura y locomotoras de vapor y no nos dio tiempo a mirar lo que en principio íbamos a ver en ese sitio. Después salió el tema de la Wilescoy cuando le dije que yo tenía una se emocionó muchísimo y me rogó que le enseñara la locomotora algún día. Intercambiamos nuestros números de teléfono y de vez en cuando hablábamos”.
A través del teléfono se forjó una gran amistad entre los dos y finalmente Jaime acudió a casa de Domingo. “Dijo que había visto colecciones más completas, pero ninguna tan bonita como la mía. Cuando le enseñe la Wilesco me di cuenta de que para él era mucho más importante que para mí. Cuando llegaron las navidades de ese año se lo envié a su casa como regalo de reyes”. El agradecimiento de Jaime, según cuenta su amigo, fue enorme. Un año después, Jaime y su esposa pasaron la Nochebuena cenando con la familia de Domingo, algo que se ha repetido en los últimos años y se ha convertido en una tradición navideña más.
Tekno, el cachorro robótico; Mega Morphs; walkie talkies de Pokemon o superlanchas voladoras no son juguetes de su colección particular. Ésta enumeración se corresponde a lo que se puede encontrar en una juguetería cualquiera de hoy en día. Domingo habla con ojos tristes acerca del futuro poco esperanzador que les espera a los juguetes que hacen rebosar las estanterías metálicas de los grandes almacenes. “Los de ahora están hechos para durar cinco minutos. Ves como tengo razón, los juguetes son representativos de una época y en la actual no se valora la calidad y mucho menos el valor artístico de los juguetes”. Domingo echa un vistazo a la colección de tanques Payá, fabricados en hojalata en la década de los 50. “Me queda el consuelo de haber sabido transmitir a mi nieto el valor de un juguete. Puede que eso ya sea más que suficiente”. Y se contesta a sí mismo cuando sus ojos recobran ese extraño resplandor.
Con las alas desplegadas Aterrizas en mi balcon Tristeza estancada A través de la ventana Que deja pasar el dolor
De nada sirve esconder Tu arte, tu belleza Las lagrimas que van a llover Siempre podré prever Lo que duerme en tu cabeza
Se me desgastan los sueños de soñarte Los labios cansados de en silencio nombrarte El corazon hundido, caminando sin sentido Músculo despistado, mirando a todos lados No debe fiarse de quien puede enamorarse No puede bañarse en el fuego sin quemarse
Y qué ocurre si comienza a sentir sin ti, ni principio ni fin sonreir, imposible sin tu risa salvadora que convierte los segundos en eternas horas las charcas, inmensas olas
Y qué ocurre si hacia ti comienza a correr desnudez, donde verdadera vida supo ver una vez, que un latido lo encendió cuando el mundo entero se incendió y una de tus olas empapó mi corazón
--------------------------- Benito Rodríguez Alonso 8 de febrero de 2009
En la mente escribo novelas que no publico En el pecho tatuo unos versos que no recito En la nuca esbozo un cuadro de amor En las manos pinto un retablo tú y yo En los pies construyo un barco evasión Y lo escondo todo cuando te hablo maldición Y destruyo todo maldición Y renuncio a todo maldición Y me callo todo Me lo callo todo qué dolor.
¿Y por qué he de callar si quiero pronunciarme? Mañana voy a gritar porque quiero liberarme Te quiero y no debo disculparme
Me quieres solo ante mí puedes desnudarte Ningún viento te llevará porque eres arte ¿Y por qué me callo al hablarte? maldición Otra noche sin besarte
--------------------------- Benito Rodríguez Alonso 26 de junio de 2008
Y al principio una imagen Kodak: confeti, globos y un feliz payaso, un laberinto mágico para estar a solas al que no entraste por si perdías un zapato
Al principio me quedé esperando un rato, observando las distintas puertas hasta que el dueño apagó las luces de un disparo y me fui a casa con el peor dolor de muelas
Y en el medio, un póquer con los amigos y en la tele una morena llora mares por un segundo hace frio pero el Madrid siempre gana a sus rivales
En el medio ascendiendo en el trabajo una rubia guiña un ojo en la barra leo el libro policiaco que me recomendaron y tumbado no pienso en nada
Y al final allí te encuentro bajo un aire que habla diferente con una lluvia que aviva el recuerdo y hace olvidar la muerte
Al final vuelve tu sonrisa como si el payaso no se hubiera enfadado como si el laberinto cobrara de nuevo vida pero tú sigues pensando en tu zapato
Y nada ha cambiado, Será mejor...
Que no se confundan nuestras manos sin caricias, sin regalos Que no se fijen las miradas por Satán magnetizadas Que no se junten nuestros cielos porque otra vez diré te quiero
Que no se confundan nuestras manos sin caricias, sin regalos Que no se fijen las miradas por Satán magenitizadas Que no se junten nuestros cielos porque otra vez diré te quiero
Es el cuadro perfecto y no enciende mi corazón colores vivos y no muertos ¿y cómo lo encuentro? desnuda en mi habitacion. Yo no puedo aunque lo intento ¿O mi intento no existió? Quedé tuerto hace tiempo ¿Y quién coño disparó?
Eres la perfección Eso parece ¿O no eres? ¿O no eres? No existe si no quieres
En rojo y negro hace tiempo Lo pinté en el salón "No existe obra tan bella" Y aprendí la lección Me lo escribí bien adentro Hoy camino lento Abro la puerta ¿Y qué me encuentro? Es el cuadro perfecto
Eres la perfección Eso parece ¿O no eres? ¿O no eres? No existe si no quieres
Algunos tatuajes no se pueden quemar Pasan de la piel al pulmón Te juro que los intento arrancar y ellos se multiplican al notar que mis dedos no caminan convencidos Cuánto te habría querido Cuánto, mi amor Si el maldito gatillo No hubiese apretado yo
Eres la perfección Eso parece ¿O no eres? ¿O no eres? No existe si no quieres
------------------------ Benito Rodríguez Alonso 18 de marzo de 2008
Sus ojos reflejaban el mar Sus labios conseguían hablar Sus manos descansaban a mi lado Pero algo en ella estaba callado
El tiempo me obligo a ver Tus palabras no supe entender Prisionero sin candado Tu corazón permanecía cerrado
Decidí buscar la llave perdida Preparé el equipaje Comenzó la partida
La busqué en un tren Registré cada vagón Muchos puertos caminé Nada en el avión
La busqué en un tren Registré cada vagón Muchos puertos caminé Nada en el avión
Tiré las maletas y continué la búsqueda La piel ardiendo, la cabeza húmeda Distintos lugares, distintos cielos Y jamás encontré consuelo
Ninguna palabra mágica hizo efecto El conjuro que usé, incorrecto Quién eres, nadie sabe Y jamás apareció la llave
La busqué en un tren Registré cada vagón Muchos puertos caminé Nada en el avión
La busqué en un tren Registré cada vagón Muchos puertos caminé Nada en el avión Cientos de cielos surqué Mil países recorrí Ninguna llave encontré Pero no busqué En ti….
En ti En ti En ti En ti En ti
Cientos de cielos surque (en ti) Mil países recorrí (en ti) Ninguna llave encontré (en ti) Pero no busqué...
Reconozco el lugar Aunque nada está en su sitio El olor es familiar Pero parece distinto Cuando el agua se convierte en vino tinto Y lo que era tres ahora es cinco
Te fuiste y muy solo me dejaste Huiste y mi alma te llevaste ¿O fue todo un sueño que tú misma fabricaste?
Aún recuerdo tu perfume Pero el frasco está cambiado Corre, para, baja, sube El mundo ha girado Cuando el coche se convierte en carro alado Y dejas de estar a mi lado
En mi mente tus palabras resuenan Pendiente de caricias que no llegan Tus recuerdos me condenan.
Confundo tu nombre Pierdo la calma Sigo siendo el mismo hombre Pero tu cara no es tu cara Y me peleo con la almohada Por saber que es verdad Y qué no sirve para nada Por conocer la realidad Que reina fuera de mi cama
Puede que todo fuera una mentira Una cruel ilusión lo que siento El tiempo agravó la herida Que causó ese adiós eterno Cuando la primavera se convierte en invierno Y de mi casa voy directo al infierno
Suspiro y suspiro por tenerte Busco vida y solo encuentro muerte Y el espejo me repite que despierte
Que despierte Que despierte Que despierte
Confundo tu nombre Pierdo la calma Sigo siendo el mismo hombre Pero tu cara no es tu cara Y me peleo con la almohada Por saber que es verdad Y qué no sirve para nada Por conocer la realidad Que reina fuera de mi cama
Vida y sueño No soy dueño Sueño y vida Una partida… Perdida
La chica morena del vestido negro dejaba que el cigarro se consumiese en sus manos. Ya no prestaba atención a la ceniza que caía lentamente. No pestañeaba. Mantenía la mirada fija sobre el grupo de chicos arrinconados en una de las mesas del fondo. Jugaban al kinito, como casi todos los que estaban en aquel bar. Ella era distinta. Había ido a aquel antro para acompañar a Elena, una amiga del colegio a la que ya casi no veia. Pasaron de compartir secretos y lapiz de labios en la niñez a quedar una vez al año e intercambiar sonrisas de compromiso y recuerdos mojados. Elena no paraba de hablar, pero ella seguía contemplando a aquellos chicos del fondo. Gritaban y se insultaban. Reían. Se volvían a insultar. Gritaban. Y de repente…
SILENCIO.
Eran las dos de la madrugada de un sábado, 24 de febrero de 2007. Ninguno de los clientes del del Top Ten, el prestigioso bar regentado por Don Enrique Ceballos, parecía saber que había ocurrido. Nadie fue capaz de explicar en ese momento por qué se pasó de un ruido ensordecedor al más absoluto silencio. Incluso Elena había detenido su incontinencia verbal, justo cuando relataba lo sensible que era su recién estrenado novio, para sumarse al silencio.
Enrique Ceballos salió de la barra e invitó a los clientes a abandonar el local. Había llegado la hora de cerrar el bar hasta el próximo viernes.
Fue entonces cuando la chica morena se dio cuenta de que su cigarro se consumía. Lo apagó y recogió su bolso. Dos besos a Elena. Dos promesas de volver a verse cuanto antes. Dos mentiras, y se fueron de allí. Pero ella, seguía mirando al grupo de chicos. En ese instante, uno de ellos, el más atractivo y sensual de todos, un chico rubio y alto con jersey a rayas se subió a una silla mientras uno de sus amigos le sacaba una foto. Ella quería preguntarles el motivo por el que habían contagiado su silencio a todo el bar, pero no se atrevió. Subió las escaleras, se marchó a casa e intento dormir.
La semana que sucedió a aquel día fue una pesadilla. Aquella imagen y el misterio que la rodeaba perturbaba su cabeza, por lo que decidió que el viernes iría de nuevo al bar y se enteraría de lo sucedido.
Por fin llegó el viernes, y la chica se acercó hasta el Top Ten. Buscó a Enrique en la barra, pero no estaba, así que preguntó a otro de los camareros. Ella le explicó lo sucedido el anterior sábado y le preguntó si conocía el motivo por el que el bar entero se había enmudecido. El camerero comenzó a reir.
- Pero mujer, ¿Acaso no sabes lo que pasó? El Señor Muelle por fin venció a la historia.
Han salido los créditos finales de la película. Digamos que es una de esas en las que el protagonista regresa a casa tras un tiempo viviendo en la ciudad. El título da igual. Regresa al hogar donde creció para encontrar respuestas, para revisar sus pasos. Pero eso él no lo sabe. Sólo sabe que necesitaba subirse a aquel autobús. Y en los créditos comienza a sonar una melodía triste que poco a poco se silencia para dejar paso a otra. Diferentes, pero iguales. Las canciones tristes nunca se paran de golpe. Si no, no serían tristes.
Él dice que ha regresado por la reunión de antiguos alumnos de su instituto, aunque realmente no tiene claro si cuando termine el evento volverá a la ciudad para casarse con su encantadora y perfecta novia. Pero ya sabéis como son las buenas historias… por el camino, aunque no se muestre de manera evidente, se da cuenta de qué debe hacer y de cuál fue la verdadera razón de su viaje. ¿Podría haberse dado cuenta en su apartamento sin necesidad de pasar seis horas en autobús para revivir viejos tiempos? Las respuestas a nuestras preguntas siempre están en nosotros. Las soluciones a los problemas, también. Cualquier jodida cosa que busques. Todo está en nosotros. Pero sin la ayuda de otras personas jamás nos damos cuenta. Ella, o ellos, nos lo muestran. Ese lugar especial nos lo muestra.
Los créditos finales resumen una película a la perfección. Siempre. Y parece que la mayor parte de la gente no se da cuenta. Es por esas letras blancas sobre fondo negro acompañadas por música triste por lo que estoy escribiendo ahora. Igual no son sólo letras blancas sobre fondo negro acompañadas de música triste.
José María acaba de nacer en un hospital de Ponferrada. Los médicos han cortado el cordón umbilical que le unía a la placenta. Su madre le acurruca entre sus brazos y le mece. José María va creciendo. Ya tiene 12 años, y se pasa el día escribiendo relatos y cuentos. Quiere ser escritor. En el pueblo se rumorea que será el nuevo Cela, y sus padres se encargan de pregonarlo a todos los vecinos.
Fernando nació en el mismo hospital. Se vio sometido a los mismos procesos que José María. A él también le mecieron. Él también crece. Curiosamente, a Fernando le encanta escribir, aunque prefiere la poesía a la prosa. Cree que es más profunda y que sólo mediante versos puede conectar a un nivel más alto con el lector. Y esto lo piensa siendo sólo un niño.
Las madres de los futuros genios arrancan calendarios. Hoja tras hoja. Y una mañana, José María y Fernando se despiertan con 35 años.
José María lo hace en una habitación acogedora, y no por ello pequeña, junto a su mujer. Se casó con ella por sus ojos. Decía que cuando sus labios sonreían, sus ojos también. En la habitación contigua duermen unos niños que se pasan el día navegando por los mares del sur en busca de aventuras y pateando el culo a los forasteros que vienen a su saloon buscando problemas. Hay libros por todas partes. Entre ellos, una novela con la firma de José María en la portada. En la primera página, una dedicatoria: “A Fernando, por ayudarme a creer”.
Un Golden Retrevier con las orejas caídas despierta de un lametazo a Fernando. Elena estira los brazos al mismo tiempo que da un pequeño grito, mezcla de alegría y de pereza. “Le llamaremos José María si es lo que quieres”, susurra a su marido mientras se acaricia la barriga. Fernando asiente y sonríe. Suena el teléfono, su editor, y minutos después continúa componiendo el poema que comenzó hace un par de noches. El Golden Retrevier regresa y le da otro lametón, esta vez en el tobillo.
Las madres de los futuros genios arrancan calendarios. Hoja tras hoja. Y una mañana, José María y Fernando se despiertan con 35 años.
En el apartamento de José María hay tanta humedad que sale a la calle para respirar calor. En su apartamento hay tanta soledad que sale a la calle para respirar el calor de los demás. Luego, se mete en la ducha y le llueven los recuerdos. Cada gota que cae sobre su cabeza se convierte en una imagen del pasado que le golpea con violencia. Piensa en el momento en el que dejó de escribir relatos a los 22 años, cuando terminó la carrera de Periodismo y comenzó a trabajar en un pequeño periódico regional. Su trabajo consistía en modificar levemente las noticias que mandaban las agencias para adaptarlas a la línea editorial del medio. A veces, si tenía suerte, su jefe le enviaba a ruedas de prensa. Encendía la grabadora y transcribía lo más significativo. De la libreta al ordenador. Del ordenador a la rotativa. De los 22 a los 35 años.
Lo único que desea Fernando al levantarse es que no llegue la noche, porque es entonces cuando recuerda a aquel chaval de doce años. Es entonces cuando se mira al espejo y, con la boca repleta de pasta dentrífica, examina quién pudo haber sido y en lo que se ha convertido. Ya ni siquiera lee poemas, sólo se limita a hojear el diario gratuito que recoge en la cafetería, camino del trabajo.
José María y Fernando se encuentran en el ascensor del periódico. Se saludan y, como es habitual entre los compañeros de trabajo, comentan el partido de fútbol del domingo y hablan sobre el tiempo. Después cada uno se va a su mesa y realiza correctamente su labor, sin cometer ni un sólo fallo. Al día siguiente el ascensor vuelve a unirles por unos segundos. “¿Cuándo dejará de llover?”, se preguntan.
Creo que hasta ahora no había escrito una crítica de cine en este blog. Pensándolo bien, creo que nunca había escrito una. Y la verdad es que no sé si conseguiré hacerlo.
Son las 02:23 de la madrugada y acabo de llegar al piso. Tres horas antes me encontraba en la última fila de la sala 3 de los cines Saide Carlos III, en la calle Cortes de Navarra, 7. Para llegar hasta allí puedes coger los autobuses 4, 8, 9, 12 y N7; Nosotros (Javi, Dani, Miguel Ángel y yo) decidimos ir andando.
La perspectiva histórica es importante. Nunca, en ningún caso, tengo la misma opinión de una película en el momento en el que la veo y un mes después. Pasado un año, mi perspectiva cambia de nuevo. Vuelvo a ver la misma película, o quizá no, y todo cambia: la actuación de los personajes, sus voces, sus gestos. Me atrevería a decir que incluso cambian de vestuario, pero puede que me equivoque, y sólo sea cosa mía.
Zodiac hoy. Otra vez Fincher. Otra vez una obra maestra que consiguió que esbozara sonrisas casi imperceptibles ante los juegos de cámara y fotografía de los que se sirve. Es como si Fincher dijese "Hey, estoy aquí, no te concentres demasiado: es una película". De vez en cuando se agradece que te den un golpecito en la espalda y te lo recuerden. Antes no me daba cuenta de estos golpecitos: ahora sigo sin verlos, pero noto sus efectos.
El gran eresfea escribió una vez, y aquí tiro de memoria porque no estaría bien recurrir a la hemeroteca de su blog, que Pequeña Miss Sunshine tenía un buen comienzo y un buen final, pero que en el tránsito que discurre entre esos dos puntos no podía parar de pensar en la estructura del guión. Es algo que me sucede a menudo. No con Pequeña Miss Sunshine. Tampoco con Zodiac. Supongo que no depende tanto de lo marcada o evidente que sea ésta estructura como del grado de conexión que logres alcanzar con alguno de los personajes, con el director, con la historia, con la banda sonora o con un simple frase del guión. Este último ejemplo lo experimento muy a menudo. Podéis leer la entrada que dediqué a Largo domingo de noviazgo hace un tiempo. Una película, por cierto, que tiene mucho en común con Zodiac. Al menos para mí.
El cine es cuestión de conexiones entre personas e historias, entre personas y personas, entre gestos y recuerdos que se creían borrados de la mente, o al menos mojados. Y eso es algo que difícilmente puede objetivarse. Por eso prefiero hablar de lo que me sugieren mis obras preferidas y no tanto de si los actores cumplieron con su papel o si el guión era ágil. Aspectos éstos más fáciles de expresar.
Cojo la fotogramas que tengo a mi lado, con Tobey Maguire en portada, después de pasar por la mejor clínica dermoestética que existe: Photoshop. Leo un par de críticas al azar.
Ejercicio práctico que cualquiera puede realizar en casa: coge siete palabras del diccionario, combínalas de la forma más enrevesada posible, añade unos cuantos conectores y adjetiviza un par nombres propios. Resultado: una crítica válida para algo más de 160 películas.
Leo la parrafada inconexa (o no, yo no soy quien para juzgarlo) que he soltado y me doy cuenta de que nunca podré ser crítico de cine. Y de verdad que me fastidia. A veces me gustaría poder abstraerme de todas las historias y mirar sus características y peculiaridades desde fuera, pero me cuesta.
Observo el poster de la película, y pienso que, por lo general, están infravalorados. Pienso, también, que la mayoría de las críticas publican en las revistas de cine son irrelevantes y los directivos de las empresas editoras podrían ahorrarse grandes cantidades de dinero si en vez de contratar a un crítico publicasen la imagen del cartel, porque describe tan bien la película que a veces sugiere tanto como la obra completa. Especialmente en este caso.
Esto es Zodiac hoy, aunque no lo parezca. Y ya me estoy arrepintiendo de la mitad de lo que he escrito.
Sueño mucho. Bueno, en realidad como todos, lo que pasa es que soy capaz de recordar los sueños con facilidad.
Y como todo buen experto en la materia, tengo una teoría: sólo recuerdo aquellos sueños que se interrumpen de manera brusca. Cualquiera que me conozca sabe que si alguien posa su lápiz sobre un escritorio a las tres de la madrugada en un radio situado a 200 metros de mi habitación yo me enteraré. La consecuencia es que me despierto varias veces durante la noche. Y cada vez que me sucede recuerdo lo que estaba soñando en ese preciso momento.
En realidad son sueños incompletos cuyas tramas nunca llegan a concluir. Por eso cuando le digo a mis amigos "hey, tio, hoy he tenido un sueño muy raro en el que aparecías tú, Javier y Camparri subidos en una atracción de Port Aventura".
Pregunta obligada:
- ¿Y qué pasaba en el sueño?
Ahora viene cuando le explico a mi amigo que mi mente no llegó a generar ninguna situación especial, digna de ser contada, porque cuando la cosa parecía que se ponía divertida, interesante o terrorífica...
Dani tose en la habitación de al lado. (Lunes) La lavadora empieza a funcionar (martes) Funes llega al piso tras su paseo de los... (miércoles) Alguien me hace una pérdida al móvil (jueves) Mono me llama para salir el... (viernes) Mi hermano llega a casa y sube a saludarme (sábado) Adriana entra en mi cuarto para asustarme (domingo)
Hoy, por primera vez en mucho tiempo, ha sido diferente:
Mi sueño ha tenido un inicio, en principio poco especial, con protagonista femenina identificada. Mi sueño ha tenido un desarrollo, bastante especial, con protagonista femenina identificada. Mi sueño ha tenido un final, muy especial, con protagonista femenina identificada.
Después, éste sueño se ha enlazado con otros. Ha sido entonces cuando Dani ha tosido. Y yo, desde mi habitación, con los ojos ya entreabiertos, no sabía si darle las gracias o maldecirle.
La señora casera de nuestro piso ha venido hoy de visita con tres jovenzuelas que estaban interesadas en alquilarlo a a partir de junio.
La casera ha resumido nuestros tres años en su inmueble de la siguiente manera:
1. ¡No hay luz en la entrada! 2. ¿No podías haber limpiado por lo menos los platos? 3. Esto es una auténtica pocilga. 4. La casa os la entregue perfecta, ¡estaba nueva! 5. Faltan bombillas en la lampara 6. Antes de entregarme el piso comprad bombillas nuevas y dejadlas en la mesa sin abrir, que ya las pongo yo. 7. La luz del baño éste no funciona. 8. La cama no está donde estaba, la habéis movido. 9. Vuestra chacha es una guarra. 10. El lavavajillas ya estáis llamando para que lo arreglen inmediatamente, y lo pagáis vosotros. 11. Esta habitación está muy poco iluminada. 12. ¿Habéis cambiado uno de los colchones? 13. Espero que los tres colchones estén en perfecto estado. 14. ¿Y esta mancha en el cojín? ¡yo qué os lo entregue con las fundas del sofá recién lavadas! 15. Madre del amor hermoso, ¡cómo tenéis el piso! 16. Esas sillas de plástico ya las estáis tirando antes de entregarme el piso. 17. Las losas están muy sucias. 18. Mira, que juntas... negras, negras. 19. Aquí no existe la organización
20. Me gustaría que vuestras madres vieran ésto.
Y todas estás perlas en diez minutos de nada, que si llega a estar media hora nos hace un inventario, redactando todos y cada uno de los pormenores por escrito. Menos mal que pintamos la pared a tiempo, que si llega a ver la pared del salón y un trozo del techo decorado con calimocho sanferminero le da un ataque y se nos muere áquí mismo.
Ahora en serio, que conste que el piso estaba perfecto y no entendemos porque se ha puesto así la casera. Igual es que se quería hacer la importante delante de las jovenzuelas, porque otra cosa no se me ocurre...
Cada generación tiene derecho a poseer tres o cuatro musas. Audrey Hepburn lo fue hace décadas aunque su halo de gloria y elegancia se extiende hasta nuestros días.
Audrey. Una musa que competía con otras musas. En los 50, Mientras ella rodaba Vacaciones en Roma o Sabrina Marilyn Monroe hacía lo propio con Los caballeros las prefieren rubias y La tentación vive arriba. ¿Los caballeros las prefieren rubias y explosivas? Seguramente. Yo desde luego, no.
La sonrisa de Marilyn no me transmite nada. Como sus labios. Como sus curvas. Como su "Happy birthday, Mr. President".
Audrey me transmite todo. Me siento incomprensiblemente atraído por la tristeza parcial. Por la tristeza absoluta. Desde luego huyó de la apariencia de tristeza de la misma manera que siento indiferencia por la que sólo es pasajera.
Audrey. Tautou. Tristeza. Más tristeza. En eso se parece a Hepburn.
Sus sonrisas no sonríen del todo. En la indefinición se esconde el misterio. Por eso escapan a todo intento de encerrarlas en palabras.
Ahora sé que me he equivocado con el título. Siempre es la misma Audrey. Todas las generaciones tienen las mismas musas con distintos nombres. Aunque hay ocasiones en las que la casualidad se permite un lujo.
Mathilde s'adosse bien droitesur sa chaise, croise les mains sur ses genoux, et le regarde. Dans la douceur de l'air, dans la lumière du jardin, Mathilde le regarde, elle le regarde, elle le regarde...
Un long dimanche de fiançailles
------------------------------------------
Y Mathilde permaneció erguida, apoyada en el respaldo de la silla con las manos sobre su regazo, y le miró. Bajo la armonía que la envolvía, bajo la luz del jardín, Mathilde le miró, le miró, le miró...
Hay momentos en los que lo ves todo claro. Te olvidas del camino asfaltado y eres capaz de trazar una senda entre la maleza. Sara se encontraba en uno de esos momentos. Su mente había diseñado la jugada ganadora. Retrasaría la torre para cubrirse las espaldas. Luego haría un movimiento de despiste con el caballo, y por último ganaría la partida con el alfil, su pieza de la suerte. Sara esbozó una leve sonrisa. Podía ver la humillación reflejada en los ojos de su oponente: una jugadora veterana que apenas había ganado unas cuantas partidas en torneos de medio pelo. Sara miró a su abuelo Antonio, que estaba en las gradas, y le guiño un ojo. Entonces retrasó la torre y tocó el botón que activaba el tiempo de la veterana. Ésta movió un caballo y provocó un jaque mate gracias al alfil que quedaba libre. Antonio ocultó el rostro tras las manos. La veterana le ofreció la mano a Sara y le dijo que había jugado muy bien. Sara sonrió, aunque por dentro estaba un poco triste. Le hubiese gustado ganar con el movimiento de despiste del caballo: eso hubiese hecho su victoria mucho más espectacular, pero tenía que conformarse con ganar por el abandono de su oponente. De todas maneras su abuelo estaría orgulloso: una victoria siempre es una victoria.
"El peón que olvidó su camino". Por Benito. R. Alonso
Las primeras canas empiezan a aparecer en la cabeza del general. Él, sin embargo, aún no se ha percatado. Permanece recostado en el sofá, junto a la estufa de porcelana blanca que da calidez a la enorme habitación de su mansión. Tiene 63 años.
Finalmente se levanta con la ayuda de un bastón de cabeza de marfil y se viste con un traje negro: el mismo que se pone día tras día. Camina hasta la ventana, y desde allí observa un punto en la lejanía. Sin moverse, con una mirada imposible de descifrar. Tras sus ojos aparentemente inexpresivos puede distinguirse un leve brillo. Nadie sabe que se esconde tras ese resplandor.
Se acerca hasta el escritorio y coge la campanilla. La agita y uno de los criados que tiene a su disposición aparece con inmediatez. Poca gente llama al general por su nombre: Henrik. Quizá la razón sea que el respeto que infunde al resto de las personas obliga a éstas a no tomar demasiada confianza. Esa es la sensación que embarga ahora al joven criado. Las palabras que intercambia con el muchacho están cargadas de egolatría, vanidad y un marcado sentimiento de superioridad. De esta forma le ordena que mande preparar el almuerzo.
Unos minutos más tarde, abandona su mansión, como todos los días, para dar un paseo por el bosque y el lagar. La soledad envuelve cada uno de sus gestos. Se manifiesta en su andar, en sus punzantes silencios. El mejor de los médicos de Hungría no sería capaz de diagnosticarle su enfermedad. Le diría que está sano, pero da la impresión de que padece una de esas enfermedades que hieren lo más profundo de uno mismo. Aquellas que ningún medicamento puede curar.
No es la primera vez que este tipo de enfermedad parece envolverle. Cuando tenía diez años, su padre, guarda imperial de gran prestigio, decidió mandarle a una escuela militar de Viena. Allí, el general padeció los mismos síntomas, pero sanó poco después de conocer al que sería su alma gemela durante 22 años: su amigo Konrád. Las oscuras y frías paredes de la mansión del general, donde tantos veranos pasó Konrád junto a su amigo, no han vuelto a escuchar su nombre. Lo último que el general supo de él es que una mañana, hace 31 años, huyó al trópico.
En cuanto al amor, Henrik lo encontró una vez. Se llamaba Krisztina. Una mujer indomable, que nada ni nadie podía contener. A pesar de que pertenecían a mundos diferentes, pronto se enamoraron y decidieron casarse. Recuerda el general que la mañana que Konrád huyó del país fue, precisamente, la última vez que intercambió una palabra con su mujer. El general decidió irse a vivir a la casa del bosque, que estaba a dos horas de camino de su mansión. Así vivieron separados, sin verse, durante ocho años, hasta que Krisztina enfermó y murió. Fue entonces cuando el hijo del guardia imperial regresó a su mansión. Nadie sabe con certeza qué pasó aquel día.
El general da por concluido el paseo y regresa a su hogar. Una vez allí, se asoma a la ventana otra vez. Alguien podría decir que está absorto en el pasado. Lo cierto es que más que mirar al pasado, parece que esperase el futuro. Su mirada habla: “paciencia, paciencia”. Dice que hay algo en él que debe resolverse. Hasta entonces se mantendrá a la espera.
Imaginaos un futuro lejano en el que a los recién nacidos se les implanta un microchip gracias al cual todo lo que ven sus ojos queda registrado. Todos sus recuerdos almacenados en una especie de disco duro diminuto.
Dejemos el futuro y vayamos a mediados de los 90, a mi infancia. Desde que tenía ocho años me apasionaba el fútbol. Llegaba del colegio a las seis de la tarde, me ponía la camiseta del Real Madrid y salía en bici a buscar a mis amigos. Nos pasábamos la tarde jugando. Horas y horas. Por supuesto, entre partido y partido nos tumbábamos sobre el cemento para descansar, contar aventuras y mentiras, muchas mentiras. Recuerdo una en concreto, la de mi amigo Zalo, que aseguraba haber visto a un mono subido en una ambulancia en el pueblo de Dualez. Pero en ocasiones mis amigos tenían que estudiar, o simplemente preferían jugar a la Megradrive, por lo que yo cogía mi balón y me iba a jugar solo. Practicaba jugadas, regates y tiros al larguero.
Es hora de que presente a mi hermano Jose, nueve años mayor que yo, muy buena persona y un auténtico fenómeno con el balón en los pies. El día que cumplí 10 años, se despertó y dijo que iba a construirme una portería en el césped de casa. Cuando terminó, me llevó en coche a Eroski, donde compramos un Uhlsport, el mejor balón que he chutado. Desde ese día, todas las tardes echábamos unos partidillos con los amigos. De vez en cuando estaba bien cambiar el duro cemento por un césped blandito en el que el portero pudiera lucirse. Pero había un problema: si jugaba contra él, yo siempre perdía. Los días fueron pasando, y con ellos las semanas, los meses y los años. Jugamos cientos y cientos de partidos y seguía sin ganarle. Pero recuerdo una tarde, tendría unos 14 años: esa tarde le gané.
Avancemos un poco, hasta el verano de 2004. Eran las fiestas de mi pueblo. Tenía 19 años y estaba en un bar con unos colegas. A la salida me encontré con un viejo amigo de mi padre, Mamel, al que hacía tiempo que no veía. Estuvimos hablando un buen rato. Me contó que cuando era un niño se pegaba con mi padre continuamente. “Eran otros tiempos, estábamos salvajes”, aseguraba. Y de su infancia pasamos a la mía. Les dijo a mis colegas que cuando yo era un crío me pasaba las tardes y las noches en la pista de fútbol que había junto a su casa. “A veces con amigos, pero muchas otras solo”. Ellos se reían y Mamel continuaba: “Eran las doce de la noche y él estaba allí. Algunas noches, mientras cenaba, en vez de ver la tele me quedaba mirándole desde la ventana y le decía a mi mujer: «Mira, Chiqui, ahí sigue Benito. Está lloviendo, pero ahí sigue»”.
Resulta curioso como nos acordamos de cosas que aparentemente no tienen relevancia en nuestra vida. ¿No tendremos cosas más productivas que recordar que a un niño jugando al fútbol? De todas maneras, creo que nuestra mente selecciona por sí sola los recuerdos más importantes. Los demás, todos los que olvidamos, carecen de relevancia. Y si os soy sincero, no sé si mi hermano se dejó ganar aquella tarde. Tampoco si aquel balón era tan bueno, pero no hace falta que una cámara o un microchip me lo recuerde. Porque es probable que esos recuerdos tengan poco que ver con lo que realmente pasó, pero ¿acaso importa? La fuerza del recuerdo no reside en la importancia del suceso, ni en su exactitud, sino en los sentimientos que diez años después son capaces de despertar en nosotros y en los que nos rodean.
Charlie Kaufman, uno de los pocos guionistas que aportan frescura al mercado cinematográfico actual, tiene por costumbre hacer de sus guiones un espacio en el que el personaje principal disfruta de total libertad para expresar sus pensamientos en voz alta. En Confesiones de una mente peligrosa, bajo la dirección de George Clooney, Kaufman nos presenta a un personaje derrotado, desnudo en una habitación de hotel, con una barba descuidada que le llega casi a la altura del corazón. Inmóvil. Con la voz ronca y entrecortada, Chuck, que así se llama el protagonista, comienza a reflexionar sobre un momento concreto de la vida. Lo que dice es que cuando eres joven tu potencial es infinito: podrías llegar a hacer cualquier cosa. Podrías ser Einstein, Podrías ser Ronaldo. Entonces llegas a una edad en el que lo que podrías ser se convierte en lo que has sido. No has sido Einstein. No has sido nada. Este, dice Chuck, es un mal momento.
Una noche te vas a la cama con 15 años, y aunque el sueño te invade, piensas en tu hermano mayor, que estudia medicina sin descanso para salvar vidas. Tú eres diferente. A ti te interesa salvar almas, por eso quieres ser músico. Con toda una vida por delante, no lo dudas: el futuro es tuyo. Pero cuando te despiertas tienes 40 años y trabajas de contable para una pequeña empresa peletera. Mientras imprimes unos documentos en tu oficina recuerdas, por casualidad, al niño que quería salvar almas. Hacía décadas que no pensabas en él. Lo ves desde la lejanía, como a un extraño, como una mancha silueteada en un rincón olvidado de tu cabeza. Ya ni siquiera recordabas que algún día existió. Tu memoria no llega a precisar el momento exacto en el que perdiste la oportunidad de tener una vida diferente. Intentas pensar pero no puedes, estás bloqueado. No tienes ni idea de cómo ni por qué te has convertido en un contable. Sacas el móvil y, compungido, llamas a tu hermano, a ver cómo le va a él lo de salvar vidas.
Con el tiempo nos convertimos en algo totalmente diferente a lo diseñado en nuestra juventud y en nuestros sueños. Y esto no sucede por tener unas expectativas demasiado altas. No es un problema de falta de potencial. El problema es que vivimos el día a día sin importarnos el mañana. La rapidez con la que se mueve el mundo nos contagia y nos obliga a fijar objetivos a corto plazo para tener un referente claro y concreto de lo que hay que hacer. De esta manera, nos desviamos poco a poco del camino: no más de un milímetro al día. Seguimos adelante, acumulando metros de camino equivocado, y nos despertamos con 40 años, aturdidos, sin saber cuándo ni cómo hemos llegado a esa situación. Este es, sin duda, un mal momento.
La imagen fue tomada el 22 de marzo de 2005 en Queveda. Concretamente en El Cierro, la finca donde mi hermano está construyendo su casa. Tengo varias fotos del estilo, porque me gusta el efecto que provocan los rayos del sol cuando se meten entre las ramas de los árboles. Ya os pondré otras fotos "artísticas" más adelante.
Vamos, habla de una vez. Repíteme ese estúpido porcentaje. Ese que asegura que somos idénticos en un 90%. El que obliga a mi mano a descansar cerca de la tuya. Donde pueda tocarte. Donde pueda tocarte.
Criticas los pasos que doy, El aire que respiro y el que contengo. Pretendes que siga tu rastro, Que no me adentré en las profundidades. Donde pueda verte. Donde pueda verte.
Debo permanecer sobre tu hombro Susurrando las palabras que tú ya dijiste, Loro de lengua acartonada, Si me alejo no intentarás escucharme. Donde pueda oírte. Donde pueda oírte.
Buenos amigos, buenos amigos, Y ahora me censuras desde el púlpito No seguiré danzando para ti. La rosa no desprende el olor que describes. Donde pueda olerte. Donde pueda olerte.
Di que te avergüenzas de nuestra amistad. De cada apretón de manos. Obsesionado con trazar líneas rectas, No conseguirás desalinizarme. Donde pueda saborearte. Donde pueda saborearte.
No soy muy amigo de las encuestas, pero según ellas España es uno de los países europeos con menor tasa de lectores. Concretamente el tercero por la cola, superando, sólo, a griegos y portugueses. Usando la lógica, supongo que el número real de índice de lectura tienda a la baja. Me imagino al periodista preguntando a un señor que pasea tranquilamente por el parque: “¿lee usted a menudo?”. Puede que su ámbito de lectura de reduzca a los mensajes de texto que los ingeniosos espectadores envían al programa de Ana Rosa Quintana, pero os aseguro dos cosas: la primera, que hay muchas posibilidades de que el señor se autocalifique como “lector asiduo” para aparentar cultura o disimular su falta. La segunda, que la gente que manda esos mensajes desde su móvil cree haber encontrado la combinación de palabras más graciosa de la historia de la televisión.
Es una pena que se pierda el interés por los libros. Parece que ya no pueden competir con Internet y los culebrones sudamericanos. Una inocente novela de aventuras requiere su dedicación: pensar, usar la imaginación para recrear la historia, releer algunos pasajes… Y la gente, claro, no dispone de tanto tiempo. Además, para algo se crearon las comedias de situación: veinte minutos de malentendidos, con tías muy buenas que actúan muy mal, en los que ni siquiera tienes que prestar atención: tú relájate, y cuando oigas risas enlatadas, ríete. ¡Bienvenido a la sección de precongelados del supermercado televisivo!
Y todavía hay amigos que me replican. Me piden que me fije en los hombres y mujeres que viajan en tren. Muchos de los pasajeros se pasan el trayecto leyendo libros “gordísimos”. No les falta razón, si bien soy de la opinión de que la mayoría elige esta actividad porque constituye el mal menor. Prefieren ojear un libro a quedarse mirando fijamente al pasajero que tienen a medio metro de su cara, algo realmente molesto. En unos años, cuando se normalicen los precios de los DVD portátiles de bolsillo y sean tan fáciles de usar que incluso mi abuela sepa manejarlos, casi nadie leerá en el tren.
En el fondo, somos conscientes de la falta de lectura, y no hacen falta encuestas infladas que lo confirmen. Los mayores perjudicados son los propios ciudadanos, pero también la gente a la que le gusta escribir, porque si nadie lee, ¿qué sentido tiene seguir escribiendo? Al menos queda una esperanza al revisar la historia. Grandes escritores, pintores o poetas. A muchos de ellos, sus contemporáneos les consideraban mediocres, gente de segunda fila, y sólo después de su muerte se reconoció la grandeza de su obra. Creo que esa es la razón que impulsa a estas personas a seguir adelante. Continúan escribiendo relatos y novelas, componiendo nuevos poemas, siempre con la esperanza de que alguien, algún día, dedique una pequeña parte de su tiempo a leer su obra, reflexione, y llegue a comprender en unas cuantas horas lo que a su autor le costó una vida.
Según la Real Academia Silencio significa… No, lo siento, no puedo hacerlo. Siempre he maldecido a la gente que comienza un texto con una definición. Descartada la opción R.A.E. podría continuar escribiendo una introducción digna de ser recordada, pero éste no es precisamente el tema más apropiado para ello. Vayamos a lo importante: el silencio.
Estoy de acuerdo en que la comunicación resulta vital para el hombre, es algo indiscutible, pero no veo la necesidad de hablar sobre el tiempo que hace en la calle porque no se te ocurra nada mejor que decir. Intercambiar profundas y estudiadas impresiones sobre el tiempo es algo muy habitual en los ascensores, uno de esos lugares en los que el silencio se convierte en pecado inconfesable. A las personas que temen tanto al silencio que se ven obligados a hablar por hablar les llamo silenfóbicos. Casualmente, es en los ascensores donde más rápido se reconoce a estos sujetos. No importa que repriman sus ganas de dar palique, en sus ojos puedes ver que lo desean. Sus manos tiemblan, el sudor les recorre los surcos de la frente y sus labios empiezan a despertar. Están buscando la frase perfecta para romper ese silencio que tanto les incomoda. No me quiero ni imaginar lo que tendría que aguantar si trabajase en Empire State Building de Nueva York. Subir todas las mañanas hasta el piso 99 acompañado por toda clase de silenfóbicos tiene que resultar agotador. Gracias a Dios, no sufro ese problema: ventajas de vivir en un primero.
Desgraciadamente, el rechazo popular al silencio no se reduce al ámbito de los ascensores: taxis, autobuses, bares, reuniones con antiguos compañeros… La lista es interminable. Pero el silencio no es siempre bueno. Hay silencios muy peligrosos y comprometidos. Por ejemplo, si tu chica te pregunta si la quieres y te quedas callado, vete preparándote: te esperan un par de semanas muy jodidas. Aunque en este caso es preferible el silencio a balbucear palabras sin sentido mientras te llevas la mano a la cabeza y repites en voz baja “mierda, con lo bien que iban las cosas”.
Por mi parte, procuro disfrutar al máximo cada segundo de silencio. Además, estos momentos me resultan útiles en mi vida diaria. Me ayudan a distinguir si realmente quiero o no a una persona, si estoy ante un verdadero amigo o ante un impostor pasajero. Cuando hablas con alguien y de pronto surge el silencio, si ninguno de los dos necesita abrir la boca para soltar una estupidez, entonces puedes confiar en esa persona. Es curioso, porque la gente suele pensar que una pareja sin comunicación no va a ningún sitio. Yo opino todo lo contrario: hablar siempre, sin sentido y por mandato divino es lo que deteriora una relación.
Pero por mucho que me pese, mañana se despertarán silenfóbicos en todos los husos horarios. Hombres y mujeres que prefieren el ruido, a los que el silencio les mata por dentro. Debe de ser porque si permanecen un tiempo callados comienzan a escucharse a sí mismos, y esto, para muchos, es más aburrido que hablar sobre nubes y frentes fríos.
Es 28 de marzo de 2006, martes. Pero podría ser mayo, o incluso agosto, porque el despertador suena como cualquier otro día. Ducha, desodorante, desayuno. Te subes al coche y pones música. Algo que no te haga pensar demasiado: eliges el disco de Bisbal que te regaló tu ex-novia.
Llegas al trabajo. Te esperan ocho o nueve horas procesando datos, pasando informes a ordenador y jugando al buscaminas. Y Sin darte cuenta ya estás en casa, cenando con la tele. La misma mecánica que antes, algo que no te haga pensar: Gran hermano. Ya ni siquiera quedas con tus amigos para tomar unas cervezas y charlar tranquilamente. Aseguras que ya no tienes tiempo, por eso sólo les ves cada seis meses. Prefieres la televisión, la vida de otras personas, porque crees que la tuya no es relevante.
Rutina. Todos los días son iguales. Siempre la misma mierda. Lunes, martes, miércoles… Lo único que cambia es el color de la corbata. No reservas ni un sólo segundo para pensar, ni un momento para hojear la última columna de Pérez Reverte, demasiado estrés para leer aquel libro que te marcó en el pasado y nunca llegaste a terminar. Hay tanto ruido a tu alrededor que ni siquiera puedes oírte.
Tu única meta es sobrevivir. Da la impresión de que ya no tienes nada por lo que luchar. En el camino has olvidado ilusiones y objetivos. El siglo XXI, la era del desencanto y el desarrollo sostenible. Deberían crear un contenedor nuevo, de diferente color, para que gente como tú tire sus sueños a la basura. En el azul, papel y cartón. En el verde, vidrio. En el rojo, no te cortes, arroja tu vida.
Puedes seguir como hasta ahora, pero corres el riesgo de levantarte un día y descubrir que estás acabado. Sin fuerzas para abrocharte el último botón de la camisa, ni firmeza suficiente para sostener la taza de café sin que se derramen algunas gotas. Entonces no habrá tiempo.
Haz un esfuerzo mental, dedica unos segundos al recuerdo de cuando eras niño. Seguro que soñabas con ser médico y crear una vacuna que salvase a mucha gente, con curar a los niños enfermos del mundo. O puede que quisieras ser un gran escritor, que leyeran tus novelas millones de personas. A tu casa llegarían centenares de cartas, con sellos de todo el país. En ellas te dirían que tu libro les ha ayudado mucho, que les ha salvado la vida. Pero no es necesario apuntar tan alto. No es necesario ganar el premio Nóbel ni ser el primero en las listas de libros más vendidos. Piénsalo, hace años no buscabas la comodidad de la rutina. Querías hacer algo por los demás, dejar huella en el mundo, salir a la calle y vivir. Y ahora resulta que estás perdido… pero tranquilo, es 28 de marzo de 2006, martes, y eso tiene remedio.