lunes, octubre 08, 2007

Creer


José María acaba de nacer en un hospital de Ponferrada. Los médicos han cortado el cordón umbilical que le unía a la placenta. Su madre le acurruca entre sus brazos y le mece. José María va creciendo. Ya tiene 12 años, y se pasa el día escribiendo relatos y cuentos. Quiere ser escritor. En el pueblo se rumorea que será el nuevo Cela, y sus padres se encargan de pregonarlo a todos los vecinos.

Fernando nació en el mismo hospital. Se vio sometido a los mismos procesos que José María. A él también le mecieron. Él también crece. Curiosamente, a Fernando le encanta escribir, aunque prefiere la poesía a la prosa. Cree que es más profunda y que sólo mediante versos puede conectar a un nivel más alto con el lector. Y esto lo piensa siendo sólo un niño.

Las madres de los futuros genios arrancan calendarios. Hoja tras hoja. Y una mañana, José María y Fernando se despiertan con 35 años.

José María lo hace en una habitación acogedora, y no por ello pequeña, junto a su mujer. Se casó con ella por sus ojos. Decía que cuando sus labios sonreían, sus ojos también. En la habitación contigua duermen unos niños que se pasan el día navegando por los mares del sur en busca de aventuras y pateando el culo a los forasteros que vienen a su saloon buscando problemas. Hay libros por todas partes. Entre ellos, una novela con la firma de José María en la portada. En la primera página, una dedicatoria: “A Fernando, por ayudarme a creer”.

Un Golden Retrevier con las orejas caídas despierta de un lametazo a Fernando. Elena estira los brazos al mismo tiempo que da un pequeño grito, mezcla de alegría y de pereza. “Le llamaremos José María si es lo que quieres”, susurra a su marido mientras se acaricia la barriga. Fernando asiente y sonríe. Suena el teléfono, su editor, y minutos después continúa componiendo el poema que comenzó hace un par de noches. El Golden Retrevier regresa y le da otro lametón, esta vez en el tobillo.

Las madres de los futuros genios arrancan calendarios. Hoja tras hoja. Y una mañana, José María y Fernando se despiertan con 35 años.

En el apartamento de José María hay tanta humedad que sale a la calle para respirar calor. En su apartamento hay tanta soledad que sale a la calle para respirar el calor de los demás. Luego, se mete en la ducha y le llueven los recuerdos. Cada gota que cae sobre su cabeza se convierte en una imagen del pasado que le golpea con violencia. Piensa en el momento en el que dejó de escribir relatos a los 22 años, cuando terminó la carrera de Periodismo y comenzó a trabajar en un pequeño periódico regional. Su trabajo consistía en modificar levemente las noticias que mandaban las agencias para adaptarlas a la línea editorial del medio. A veces, si tenía suerte, su jefe le enviaba a ruedas de prensa. Encendía la grabadora y transcribía lo más significativo. De la libreta al ordenador. Del ordenador a la rotativa. De los 22 a los 35 años.

Lo único que desea Fernando al levantarse es que no llegue la noche, porque es entonces cuando recuerda a aquel chaval de doce años. Es entonces cuando se mira al espejo y, con la boca repleta de pasta dentrífica, examina quién pudo haber sido y en lo que se ha convertido. Ya ni siquiera lee poemas, sólo se limita a hojear el diario gratuito que recoge en la cafetería, camino del trabajo.

José María y Fernando se encuentran en el ascensor del periódico. Se saludan y, como es habitual entre los compañeros de trabajo, comentan el partido de fútbol del domingo y hablan sobre el tiempo. Después cada uno se va a su mesa y realiza correctamente su labor, sin cometer ni un sólo fallo. Al día siguiente el ascensor vuelve a unirles por unos segundos. “¿Cuándo dejará de llover?”, se preguntan.