sábado, enero 27, 2007

Momentos de lucidez

Hay momentos en los que lo ves todo claro. Te olvidas del camino asfaltado y eres capaz de trazar una senda entre la maleza. Sara se encontraba en uno de esos momentos. Su mente había diseñado la jugada ganadora. Retrasaría la torre para cubrirse las espaldas. Luego haría un movimiento de despiste con el caballo, y por último ganaría la partida con el alfil, su pieza de la suerte. Sara esbozó una leve sonrisa. Podía ver la humillación reflejada en los ojos de su oponente: una jugadora veterana que apenas había ganado unas cuantas partidas en torneos de medio pelo. Sara miró a su abuelo Antonio, que estaba en las gradas, y le guiño un ojo. Entonces retrasó la torre y tocó el botón que activaba el tiempo de la veterana. Ésta movió un caballo y provocó un jaque mate gracias al alfil que quedaba libre. Antonio ocultó el rostro tras las manos. La veterana le ofreció la mano a Sara y le dijo que había jugado muy bien. Sara sonrió, aunque por dentro estaba un poco triste. Le hubiese gustado ganar con el movimiento de despiste del caballo: eso hubiese hecho su victoria mucho más espectacular, pero tenía que conformarse con ganar por el abandono de su oponente. De todas maneras su abuelo estaría orgulloso: una victoria siempre es una victoria.

"El peón que olvidó su camino". Por Benito. R. Alonso

miércoles, enero 24, 2007

La eterna espera

Las primeras canas empiezan a aparecer en la cabeza del general. Él, sin embargo, aún no se ha percatado. Permanece recostado en el sofá, junto a la estufa de porcelana blanca que da calidez a la enorme habitación de su mansión. Tiene 63 años.

Finalmente se levanta con la ayuda de un bastón de cabeza de marfil y se viste con un traje negro: el mismo que se pone día tras día. Camina hasta la ventana, y desde allí observa un punto en la lejanía. Sin moverse, con una mirada imposible de descifrar. Tras sus ojos aparentemente inexpresivos puede distinguirse un leve brillo. Nadie sabe que se esconde tras ese resplandor.

Se acerca hasta el escritorio y coge la campanilla. La agita y uno de los criados que tiene a su disposición aparece con inmediatez. Poca gente llama al general por su nombre: Henrik. Quizá la razón sea que el respeto que infunde al resto de las personas obliga a éstas a no tomar demasiada confianza. Esa es la sensación que embarga ahora al joven criado. Las palabras que intercambia con el muchacho están cargadas de egolatría, vanidad y un marcado sentimiento de superioridad. De esta forma le ordena que mande preparar el almuerzo.

Unos minutos más tarde, abandona su mansión, como todos los días, para dar un paseo por el bosque y el lagar. La soledad envuelve cada uno de sus gestos. Se manifiesta en su andar, en sus punzantes silencios. El mejor de los médicos de Hungría no sería capaz de diagnosticarle su enfermedad. Le diría que está sano, pero da la impresión de que padece una de esas enfermedades que hieren lo más profundo de uno mismo. Aquellas que ningún medicamento puede curar.

No es la primera vez que este tipo de enfermedad parece envolverle. Cuando tenía diez años, su padre, guarda imperial de gran prestigio, decidió mandarle a una escuela militar de Viena. Allí, el general padeció los mismos síntomas, pero sanó poco después de conocer al que sería su alma gemela durante 22 años: su amigo Konrád. Las oscuras y frías paredes de la mansión del general, donde tantos veranos pasó Konrád junto a su amigo, no han vuelto a escuchar su nombre. Lo último que el general supo de él es que una mañana, hace 31 años, huyó al trópico.

En cuanto al amor, Henrik lo encontró una vez. Se llamaba Krisztina. Una mujer indomable, que nada ni nadie podía contener. A pesar de que pertenecían a mundos diferentes, pronto se enamoraron y decidieron casarse. Recuerda el general que la mañana que Konrád huyó del país fue, precisamente, la última vez que intercambió una palabra con su mujer. El general decidió irse a vivir a la casa del bosque, que estaba a dos horas de camino de su mansión. Así vivieron separados, sin verse, durante ocho años, hasta que Krisztina enfermó y murió. Fue entonces cuando el hijo del guardia imperial regresó a su mansión. Nadie sabe con certeza qué pasó aquel día.

El general da por concluido el paseo y regresa a su hogar. Una vez allí, se asoma a la ventana otra vez. Alguien podría decir que está absorto en el pasado. Lo cierto es que más que mirar al pasado, parece que esperase el futuro. Su mirada habla: “paciencia, paciencia”. Dice que hay algo en él que debe resolverse. Hasta entonces se mantendrá a la espera.

"El amigo de todos" Por Benito R. Alonso

viernes, enero 19, 2007

Recuerdos caprichosos

Imaginaos un futuro lejano en el que a los recién nacidos se les implanta un microchip gracias al cual todo lo que ven sus ojos queda registrado. Todos sus recuerdos almacenados en una especie de disco duro diminuto.

Dejemos el futuro y vayamos a mediados de los 90, a mi infancia. Desde que tenía ocho años me apasionaba el fútbol. Llegaba del colegio a las seis de la tarde, me ponía la camiseta del Real Madrid y salía en bici a buscar a mis amigos. Nos pasábamos la tarde jugando. Horas y horas. Por supuesto, entre partido y partido nos tumbábamos sobre el cemento para descansar, contar aventuras y mentiras, muchas mentiras. Recuerdo una en concreto, la de mi amigo Zalo, que aseguraba haber visto a un mono subido en una ambulancia en el pueblo de Dualez. Pero en ocasiones mis amigos tenían que estudiar, o simplemente preferían jugar a la Megradrive, por lo que yo cogía mi balón y me iba a jugar solo. Practicaba jugadas, regates y tiros al larguero.

Es hora de que presente a mi hermano Jose, nueve años mayor que yo, muy buena persona y un auténtico fenómeno con el balón en los pies. El día que cumplí 10 años, se despertó y dijo que iba a construirme una portería en el césped de casa. Cuando terminó, me llevó en coche a Eroski, donde compramos un Uhlsport, el mejor balón que he chutado. Desde ese día, todas las tardes echábamos unos partidillos con los amigos. De vez en cuando estaba bien cambiar el duro cemento por un césped blandito en el que el portero pudiera lucirse. Pero había un problema: si jugaba contra él, yo siempre perdía. Los días fueron pasando, y con ellos las semanas, los meses y los años. Jugamos cientos y cientos de partidos y seguía sin ganarle. Pero recuerdo una tarde, tendría unos 14 años: esa tarde le gané.

Avancemos un poco, hasta el verano de 2004. Eran las fiestas de mi pueblo. Tenía 19 años y estaba en un bar con unos colegas. A la salida me encontré con un viejo amigo de mi padre, Mamel, al que hacía tiempo que no veía. Estuvimos hablando un buen rato. Me contó que cuando era un niño se pegaba con mi padre continuamente. “Eran otros tiempos, estábamos salvajes”, aseguraba. Y de su infancia pasamos a la mía. Les dijo a mis colegas que cuando yo era un crío me pasaba las tardes y las noches en la pista de fútbol que había junto a su casa. “A veces con amigos, pero muchas otras solo”. Ellos se reían y Mamel continuaba: “Eran las doce de la noche y él estaba allí. Algunas noches, mientras cenaba, en vez de ver la tele me quedaba mirándole desde la ventana y le decía a mi mujer: «Mira, Chiqui, ahí sigue Benito. Está lloviendo, pero ahí sigue»”.

Resulta curioso como nos acordamos de cosas que aparentemente no tienen relevancia en nuestra vida. ¿No tendremos cosas más productivas que recordar que a un niño jugando al fútbol? De todas maneras, creo que nuestra mente selecciona por sí sola los recuerdos más importantes. Los demás, todos los que olvidamos, carecen de relevancia. Y si os soy sincero, no sé si mi hermano se dejó ganar aquella tarde. Tampoco si aquel balón era tan bueno, pero no hace falta que una cámara o un microchip me lo recuerde. Porque es probable que esos recuerdos tengan poco que ver con lo que realmente pasó, pero ¿acaso importa? La fuerza del recuerdo no reside en la importancia del suceso, ni en su exactitud, sino en los sentimientos que diez años después son capaces de despertar en nosotros y en los que nos rodean.