martes, marzo 28, 2006

Perdido

Es 28 de marzo de 2006, martes. Pero podría ser mayo, o incluso agosto, porque el despertador suena como cualquier otro día. Ducha, desodorante, desayuno. Te subes al coche y pones música. Algo que no te haga pensar demasiado: eliges el disco de Bisbal que te regaló tu ex-novia.

Llegas al trabajo. Te esperan ocho o nueve horas procesando datos, pasando informes a ordenador y jugando al buscaminas. Y Sin darte cuenta ya estás en casa, cenando con la tele. La misma mecánica que antes, algo que no te haga pensar: Gran hermano. Ya ni siquiera quedas con tus amigos para tomar unas cervezas y charlar tranquilamente. Aseguras que ya no tienes tiempo, por eso sólo les ves cada seis meses. Prefieres la televisión, la vida de otras personas, porque crees que la tuya no es relevante.

Rutina. Todos los días son iguales. Siempre la misma mierda. Lunes, martes, miércoles… Lo único que cambia es el color de la corbata. No reservas ni un sólo segundo para pensar, ni un momento para hojear la última columna de Pérez Reverte, demasiado estrés para leer aquel libro que te marcó en el pasado y nunca llegaste a terminar. Hay tanto ruido a tu alrededor que ni siquiera puedes oírte.

Tu única meta es sobrevivir. Da la impresión de que ya no tienes nada por lo que luchar. En el camino has olvidado ilusiones y objetivos. El siglo XXI, la era del desencanto y el desarrollo sostenible. Deberían crear un contenedor nuevo, de diferente color, para que gente como tú tire sus sueños a la basura. En el azul, papel y cartón. En el verde, vidrio. En el rojo, no te cortes, arroja tu vida.

Puedes seguir como hasta ahora, pero corres el riesgo de levantarte un día y descubrir que estás acabado. Sin fuerzas para abrocharte el último botón de la camisa, ni firmeza suficiente para sostener la taza de café sin que se derramen algunas gotas. Entonces no habrá tiempo.

Haz un esfuerzo mental, dedica unos segundos al recuerdo de cuando eras niño. Seguro que soñabas con ser médico y crear una vacuna que salvase a mucha gente, con curar a los niños enfermos del mundo. O puede que quisieras ser un gran escritor, que leyeran tus novelas millones de personas. A tu casa llegarían centenares de cartas, con sellos de todo el país. En ellas te dirían que tu libro les ha ayudado mucho, que les ha salvado la vida. Pero no es necesario apuntar tan alto. No es necesario ganar el premio Nóbel ni ser el primero en las listas de libros más vendidos. Piénsalo, hace años no buscabas la comodidad de la rutina. Querías hacer algo por los demás, dejar huella en el mundo, salir a la calle y vivir. Y ahora resulta que estás perdido… pero tranquilo, es 28 de marzo de 2006, martes, y eso tiene remedio.

Pal bote

Unos albañiles trabajan en su casa reformando la cocina, haciéndola un poco más grande. Después de unos días de intenso trabajo han terminado la obra y se disponen a irse, pero usted les llama antes de que salgan por la puerta y les entrega un sobre. Dentro hay exactamente el 8% de lo que ha costado la obra. Los obreros, ofrecen su mejor sonrisa y se van con el sobre bajo el brazo, contentos por haber realizado un buen servicio.
Algunos pensarán que dar propina a los albañiles es absurdo, que no hay ninguna razón para hacerlo. Y tienen razón. Pero cuando se trata de un camarero la cosa cambia, y rápidamente sacas la cartera. Muchos dejan monedas a estos trabajadores por pura tradición. Es algo que siempre han hecho y aún no han tenido tiempo para preguntarse por qué. Pero hay otros que dan propina con la excusa de que los camareros, además de mal pagados, trabajan de cara al público. Estamos de acuerdo en que no es uno de los trabajos mejor remunerados, pero tampoco el de cajera de supermercado o el de dependienta de una tienda de ropa, y no por ello les dejamos una suma adicional de dinero a estas muchachas, por muy guapas y simpáticas que sean algunas.
Un viejo amigo de mi bando, de los que no creen en las propinas, se vio en una situación muy extraña cuando viajó hace un par de meses a Inglaterra. Cenaba tranquilamente en un restaurante londinense cuando él y su chica decidieron irse. Pidieron la cuenta, pagaron y ya se levantaban de sus sillas cuando el camarero volvió y les dijo muy amablemente que faltaba el 15% de la propina. Mi amigo, tras una fuerte discusión, pagó lo que le pedían y se fue enfadado, maldiciendo el infame porcentaje, aquel restaurante, y por extensión; Londres. Demos gracias de que en España, al fin y al cabo, dar propina sigue siendo algo opcional. Eso si no te importa que tus amigos lancen una mirada asesina cuando te levantas de la mesa sin dejar un regalito al desvalido trabajador. Da igual que yo haya pagado la comida y los chupitos de anís, ellos sacarán su cartera y las monedas se deslizarán desde sus manos hasta el plato de la cuenta, mientras sus miradas deletrean claramente tacaño. Pueden pensar que soy un tacaño sin remedio, pero no entiendo por qué he de darle a alguien dinero extra por hacer su trabajo correctamente. Me pregunto si estarían dispuestos a descontarnos algo de la cuenta en el supuesto de que nos trajeran la sopa demasiado fría, o una lubina que en cualquier momento pudiera salirse del plato dando coletazos. O aún mejor, me imagino la situación, “muchacho, has sido un poco lento. Llama a tu jefe, que le voy a decir que te descuente un par de euros de la nómina”.

jueves, marzo 23, 2006

Good Will Hunting

"Eres un crío y en realidad no tienes ni idea de lo que hablas. Es normal, nunca has salido de Boston. Si te pregunto por Miguel Angel lo sabes todo: vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual... lo que haga falta. Pero tu no puedes decirme como huele la Capilla Sixtina. Nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo. No lo has visto. Si te pregunto por las mujeres, supongo que me harás una lista de tus favoritas. Puede que hallas echado unos cuantos polvos. Pero no puedes decirme que se siente cuando te despiertas junto a una mujer y te invade la felicidad. Eres duro. Si te pregunto por la guerra me citarás algo de Shakespeare "De nuevo en la brecha amigos míos". Pero no has estado en ninguna. Nunca has sostenido a tu amigo entre tus brazos esperando tu ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor me citarás un soneto. Pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable. Ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que Dios ha puesto un ángel en la Tierra para ti para que te rescate de los pozos del infierno, ni que se siente al ser su ángel. Al darle tu amor, darlo todo. No sabes lo que es dormir en un hospital dos meses por que los médicos vieron que el termino horario de visitas no va contigo. No sabes lo que significa perder a alguien. Solo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a un hombre inteligente. Veo a un chaval creído y cagado de miedo. Eres un genio Will eso nadie lo niega. Nadie puede comprender lo que pasa en tu interior. En cambio piensas que sabes todo sobre mi por que viste un cuadro y rajaste mi puta vida de arriba abajo. Eres huérfano, ¿verdad?. ¿Crees que sé como ha sido tu vida, quién eres por haber leido Oliver Twist?, ¿un libro basta para definirte?. Personalmente eso me importa una mierda por que no puedo aprender nada de ti de un maldito libro. Pero si quieres hablar de ti, de quien eres... estaré fascinado. A eso me apunto pero no quieres hacerlo, te aterroriza decir lo que sientes. Tu mueves chaval".

Fragmento de "El Indomable Will Hunting" de Gus Van Sant

Garganta

Supongamos que eres víctima de un despiadado dolor de garganta que aumenta de intensidad cada vez que tragas saliva o hablas. Un dolor que hace que aprietes los dientes. ¿Sabes a qué me refiero? Seguro que sí. A lo largo del día, si todo va bien, recibirás alguna que otra llamada de un amigo. No importa cómo empiece la conversación. Tampoco cómo se desarrolle o la manera en que termine: seguramente hablaréis de las mismas gilipolleces que si estuvieras sano. El caso es que le dices a tu amigo que te encuentras mal porque sabes a ciencia cierta que él te va a ofrecer la solución milagrosa que andabas buscando. Sólo tienes que nombrar la parte del cuerpo que te duele. Tan sólo di “garganta” y tu amigo pondrá en marcha toda su maquinaria mental. En menos de lo que tardas en buscar un boli y un papel tu colega ya se habrá acordado del nombre de aquel medicamento que tomó hace años, cuando tuvo aquel dolor infernal de garganta. ¿Por qué también fue en la garganta, no? Sí, sí, lo recuerda bien: con ese medicamento los dolores se esfumaron rápidamente.
A ti te sigue doliendo, por lo que decides seguir su consejo. De está manera te ahorras una incómoda espera en el hospital. Lees durante unos minutos el prospecto, en el que no pone nada especialmente alarmante. La palabra muerte no aparece por ningún sitio, así que tan malo no puede ser. Lo tomas.
Pero las horas pasan y no te encuentras mejor. Todo lo contrario, al dolor de garganta inicial debes sumarle fuertes mareos y una fiebre mayor. Y ahora te acuerdas del médico. Ahora si que te apetece hacer cola en el hospital. Se impone el sentido común y vas a que te examine un profesional de verdad, de los que tienen aparatos para medir la tensión, batas blancas y palitos de madera para meterte en la boca. Le cuentas al doctor que tomaste un medicamento que te recomendó un amigo. Distingues un gesto de desaprobación en sus ojos. Explora tus oídos, te mete el dichoso palito en la boca mientras revisa la garganta con su linternita; finalmente escribe en un papel el nombre de otro medicamento. Te quedas sentado, esperando la gran bronca final, esa en la que te grita que la automedicación es uno de los mayores problemas de nuestra sociedad, que provoca muchas muertes al año. Te proporciona más datos, te da más razones; y le haces ver que lo has comprendido.
Pasan los años y vuelves a tener un dolor de garganta que apenas te deja hablar. Pero no recuerdas ni una sóla de sus palabras, ningún porcentaje… Sólo recuerdas el nombre que escribió en el papel. ¿Porque aquella vez también te dolía la garganta, no? Sí, sí. Lo recuerdas bien: el dolor se fue enseguida.

Detectives de paisano

Ayer regresaba a Pamplona en autobús cuando nos detuvimos en plena autopista. La gente a mi alrededor empezó a saltar de sus asientos. En los siguientes veinte minutos apenas recorrimos 500 metros, y por fin vimos el problema: al otro lado de la autopista había un Renault Clio destrozado, y no se veía por ningún lado a los ocupantes. Casualmente habíamos parado justo al lado. Mis compañeros de viaje, al verlo, recorrieron el autobús buscando un sitio con mejor perspectiva, desde el que se pudiera apreciar el accidente con todo lujo de detalles. Los más recatados permanecían en sus asientos y optaban por un inverosímil y doloroso alargamiento de cuello para intentar ver, sin levantarse, lo que ocurría. No pude evitar darme un par de palmaditas en el cuello, para calmarlo, mientras pensaba en la teoría de Darwin. “No me extrañaría que dentro de unos siglos pareciéramos jirafas”. En ese instante, una mujer de unos treinta años sacó su móvil del bolso y enfocó hacia el Clio. Con una mano sostenía el móvil mientras que con la otra se tapaba la boca en claro gesto de preocupación. Parecía como si una fuerza externa le obligara, en contra de su voluntad, a fotografiar lo sucedido.
Pero como podéis imaginar, el asunto no terminó ahí: ahora llegaba el turno de las lanzar teorías al aire. Casi siempre que haya un accidente te encontrarás con expertos teorizadores, a los que un amigo mío llama Los Sherlock Holmes de la carretera. Esta variante del personaje de Conan Doyle trata de establecer razonamientos que den respuesta a dos grandes preguntas. ¿Quién tuvo la culpa del accidente? ¿Qué les ha ocurrido a los implicados? Ambas cuestiones se debatieron con profundidad. Cada pasajero tenía su teoría, y trataba de defenderla a toda costa con argumentos que carecían de cualquier fundamento: “Estaría hablando por el móvil y se ha despistado”. Decía uno de ellos. “No, no, lo más probable es que todavía quedara algo de nieve en la carretera y no haya podido controlar el coche”. Éstas eran, sin duda, las versiones más populares.
Pasaban los minutos y no paraban de repetir una y otra vez las mismas tonterías, pero sorprendentemente dejaron de hablar. Suspiré profundamente y sonreí, pero la sonrisa duró tan poco como el silencio. ¡Cómo lo había olvidado! Aún faltaba una parte fundamental: narrar las experiencias personales, compartiendo con los demás cómo vivieron aquel accidente “que casi les cuesta la vida”. Recordé una frase que leí en algún sitio: “la única razón por la que preguntas a alguien qué tal le ha ido el fin de semana es para contarle cómo te ha ido el tuyo”.

Un buen periodista

Si no hay ningún imprevisto, los viernes suelo regresar a mi casa, en Santander, para estar con los amigos y la familia. El autobús, que sale desde Pamplona, tarda unas cuatro horas en llegar a su destino; cuatro horas que se hacen interminables, sobre todo cuando miro a mi alrededor y compruebo que la mayoría de los pasajeros duermen plácidamente. ¡Cómo pueden dormirse en un sitio tan incómodo! Yo, para no aburrirme durante el trayecto, escucho música; al menos así consigo distraerme un rato.
Aquel viernes no parecía diferente. Llegué temprano a la estación y fui uno de los primeros en subir al vehículo. Pasaban los minutos y nadie se sentaba a mi lado. El autobús arrancó, pero se detuvo a los pocos segundos, abrió de nuevo sus puertas y se subió, con dificultad, un anciano que recorrió lentamente el pasillo para sentarse a mi lado. Era un hombre bajito, de unos 80 años, con un sombrero marrón que apenas dejaba ver sus ojos.
Lo primero que hizo fue presentarse, se llamaba Javier. Después de hablar unos minutos sobre cosas intrascendentes, decidí abrir la mochila para coger el mp3 y colocarme los auriculares. Aún no lo había encendido cuando me interrumpió para preguntarme qué estudiaba. Le contesté que estaba en tercero de Periodismo. Pensé que la conversación terminaría ahí, pero insistió: “¿Por qué elegiste esa carrera?”. En mi interior solté un pequeño suspiro, me quité los cascos y le ofrecí la respuesta más vaga y sencilla que se me ocurrió: “desde pequeño me gustaba leer y escribir”. Él sonrió y me dijo que tenía un par de amigos periodistas. Por educación le pregunté a qué se dedicaba, aunque la verdad es que no tenía mucho interés en saberlo. Javier era un claretiano, que había venido a Pamplona a dar unas clases en el Colegio Mayor Larraona. Había dedicado toda su vida a la docencia, y no sólo en España. Durante varios minutos me contó lo duros que fueron los años que pasó dando clases a los niños en Sudamérica, en países como Chile, Bolivia y Perú. Y de esos sitios sólo hablaba maravillas. Continuamente se ayudaba de ejemplos, hablándome de la gente que había conocido en esos lugares. Su vida era realmente interesante. Había aprendido mucho de la gente que le rodeaba. Yo permanecía callado, simplemente escuchaba. “Hablar con otro es la mejor manera de aprender juntos”. Después de decirme esta frase me preguntó de qué equipo de fútbol era. “Del Madrid, por supuesto”. A partir de ahí comenzó una amena charla futbolística que terminó con una pequeña discusión amistosa: Javier era de la opinión de que los futbolistas de hoy no son como los de antes y yo defendía lo contrario.
Dejó de hablar de fútbol, para conversar sobre la importancia de escuchar a los demás, como único fin para comprenderse a uno mismo. Cambiando continuamente de temas de conversación llegamos a nuestro destino. Se despidió deseándome mucha suerte, me dio una palmada en el hombro y dijo en voz baja que sería un buen periodista. No supe qué contestar, tan sólo le di las gracias.

Astrúniar

No perdáis el tiempo buscando Astrúniar en la web de la R.A.E. porque no significa nada, no existe, no tiene forma. Tampoco espíritu. Nadie conoce su sabor ni el olor que desprende. No se puede conjugar ni sustantivizar. No intenteís comprenderlo: sentidlo.