jueves, marzo 23, 2006

Garganta

Supongamos que eres víctima de un despiadado dolor de garganta que aumenta de intensidad cada vez que tragas saliva o hablas. Un dolor que hace que aprietes los dientes. ¿Sabes a qué me refiero? Seguro que sí. A lo largo del día, si todo va bien, recibirás alguna que otra llamada de un amigo. No importa cómo empiece la conversación. Tampoco cómo se desarrolle o la manera en que termine: seguramente hablaréis de las mismas gilipolleces que si estuvieras sano. El caso es que le dices a tu amigo que te encuentras mal porque sabes a ciencia cierta que él te va a ofrecer la solución milagrosa que andabas buscando. Sólo tienes que nombrar la parte del cuerpo que te duele. Tan sólo di “garganta” y tu amigo pondrá en marcha toda su maquinaria mental. En menos de lo que tardas en buscar un boli y un papel tu colega ya se habrá acordado del nombre de aquel medicamento que tomó hace años, cuando tuvo aquel dolor infernal de garganta. ¿Por qué también fue en la garganta, no? Sí, sí, lo recuerda bien: con ese medicamento los dolores se esfumaron rápidamente.
A ti te sigue doliendo, por lo que decides seguir su consejo. De está manera te ahorras una incómoda espera en el hospital. Lees durante unos minutos el prospecto, en el que no pone nada especialmente alarmante. La palabra muerte no aparece por ningún sitio, así que tan malo no puede ser. Lo tomas.
Pero las horas pasan y no te encuentras mejor. Todo lo contrario, al dolor de garganta inicial debes sumarle fuertes mareos y una fiebre mayor. Y ahora te acuerdas del médico. Ahora si que te apetece hacer cola en el hospital. Se impone el sentido común y vas a que te examine un profesional de verdad, de los que tienen aparatos para medir la tensión, batas blancas y palitos de madera para meterte en la boca. Le cuentas al doctor que tomaste un medicamento que te recomendó un amigo. Distingues un gesto de desaprobación en sus ojos. Explora tus oídos, te mete el dichoso palito en la boca mientras revisa la garganta con su linternita; finalmente escribe en un papel el nombre de otro medicamento. Te quedas sentado, esperando la gran bronca final, esa en la que te grita que la automedicación es uno de los mayores problemas de nuestra sociedad, que provoca muchas muertes al año. Te proporciona más datos, te da más razones; y le haces ver que lo has comprendido.
Pasan los años y vuelves a tener un dolor de garganta que apenas te deja hablar. Pero no recuerdas ni una sóla de sus palabras, ningún porcentaje… Sólo recuerdas el nombre que escribió en el papel. ¿Porque aquella vez también te dolía la garganta, no? Sí, sí. Lo recuerdas bien: el dolor se fue enseguida.